Por Alejandra Collazos

Junio 2012

Para una de mis musas: SH

Me encontraba  sentada en la estación del tren, el viento era frio, rozaba cada parte de mi abrigo y yo podía sentirlo, aun siendo este grueso,  podía sentirlo. Escuchaba aquella canción, esa melodía tormentosa que cada palabra me iba partiendo un poquito mas el alma. Cada lagrima era un recuerdo pasajero, en vano, un recuerdo ido. Con cada recuerdo llegaba entonces un momento imaginario, empezaba a recordarla estando con ella, con la otra. Me imaginaba los besos, los sitios, los espacios, los momentos, las palabras; pero ahí decidida parar porque sencillamente no podía resistirlo. Volvía a la letra de la canción, esa que se encargaba de recordarme que ya nada era. En esa estación pasaba el tiempo como si fueran siglos, todo estaba detenido, un tren que llega y otro que se va, y yo, ahí sentada,  pensándola.

Sabía que me deseaba más que a la otra, sabía que con cada beso, cada segundo, cada manifestación de amor, cada palabra, cada recuerdo de no más de un minuto, se acordaba de mí. También sabia que ella se moriría por ir hasta esa estación a evitar que me fuera a montar en cualquier otro tren que no fuera el de ella, pero tristemente (y esto era lo que mas me dolía) también sabia que el tren estaba retrasado, que lo estaría por un tiempo prolongado y que no tenía intenciones de montarme en ningún otro tren que no supiera que fuera seguro, sin riesgos de volverme a estrellar. Tenía la seguridad que iba a estar ahí amañada y estancada en esa estación eterna. Estaba preparada para estar ahí sentada, viendo pasar la vida y sintiendo quemarme del frio por un largo tiempo, y en el momento en que ella quisiera ir  allá a visitarme, a verme, a hablarme, yo iba a estar allí, aunque no quisiera estarlo, yo iba a estar allí, queriéndola ver también, pero sin querer estarlo. Yo iba a estar esperándola sin espera alguna. Sabía también que era inevitable evitarla, era inevitable huir de ella, era inevitable no estar en esa estación sin saber porque estaba allí, esperando un tren cualquiera, un tren que simplemente no fuera el de ella.

No sé que la hizo actuar, no se porque decidió percatarse de llegar, de ir, de saltar, pero decidió hacerlo en el momento menos oportuno. De repente la vi pasar, vi una silueta rápida pasar frente a mi, apareció, así, sin mas. En ese momento dejé de sentir frio, dejé de pensar, dejé de sentir que no sentía. La vi sonreír,  con esa  sonrisa suya característica, esa sonrisa de inocentes rasgos que pareciera que fuera el movimiento mas puro y delicado de todo su ser. Rasgo que  se encargo de mantenerme engañada durante el encanto de la magia envolvente del amor. Sonrisa que sabía que no era tan real ni tan pura como siempre la había visto, sonrisa que ella misma se encargó de deformar, de opacar. Sonrisa a la que ya no la creo feliz así sea real. Sonrisa que no era coherente con el brillo de sus ojos. Pero sonrisa, que definitivamente me volvía  y me enamoraba.

Después de aparecer con prisa, tratando de buscar algo, con ese afán de búsqueda insaciable, llegó agitada. Miraba para todos los lados, afanada, impotente, sólo esperaba verme, se notaba asustada de que yo ya hubiera tomado cualquier otro tren. Y ahí estaba yo, esperándola, sin querer estarlo realmente, pero ahí estaba yo. Pensándola y esperándola, también con unas ganas insaciables de verla. Las dos paradas en esa solitaria estación, dos siluetas queriéndose juntar como imanes que se atraen como polos opuestos. Nos miramos fijamente, no fue necesaria una sola palabra que adornara el momento. Las miradas se encargaron de contarse todo. Se contaron que se extrañaban, se contaron que estaban tristes pero felices de verse, se pasaron la nostalgia de ese momento. Se pasaron rápidamente los recuerdos. También se encargaron de pasarse esa rabia engendrada en cada una de ellas hacia la otra. En un solo instante sus ojos se encargaron de contarse todo. En este momento volvió a detenerse el tiempo. No había parpadeo que detuviera ese instante, nos mirábamos fijamente; yo me preguntaba tantas cosas, sabía que estaba triste, una mirada melancólica rodeaba toda su cara y alcanza a acaparar parte de su cuerpo. Había un brillo diminuto que me decía que estaba feliz de volverme a ver, y ese brillo diminuto era el que desplegaba esa sonrisa momentánea, involuntariamente inocente que esta vez si parecía totalmente genuina. Por lo menos una vez más, logró cautivarme.

Paso rápidamente una ráfaga de viento, fuerte, muy fuerte, ella apretó su abrigo contra si misma. Su cara cambió bruscamente, se llevó su pelo detrás de la oreja, tenía ese peinado usual que me enloquecía. Un pelo alborotado pero estilizadamente perfecto.

Yo tenía las manos en los bolsillos y el abrigo abierto, le di la bienvenida al viento con gratitud, sentí esa ráfaga con más intenciones que nunca, quería acompañar este tormentoso pero dulce momento con algo de ardor frio, así que recibí el sutil viento abiertamente, con el impulso de sentirlo por completo.

Apreció a lo lejos, acercándose rápidamente, un ruido fuerte, muy fuerte, era el ruido de la despedida, era el ruido que ninguna de las dos quería escuchar. Cada vez que este se incrementaba los latidos de nosotras pareciera que se hicieran más fuertes como si le estuvieran dando la bienvenida al ruido. Lo acompañaban, tratando de amortiguarlo a una dulce melodía, hasta que se aproximó tanto que el estupor no pudo ser más fuerte. Llegó y frenó en seco. Evité que salieran lágrimas de mi rostro, el orgullo no permitió que esto sucediera. Pasé rápidamente ese enorme nudo melancólico, fuertemente cargado, por mi garganta. A pesar de que quería salir corriendo de ahí, no le quite la mirada un solo segundo. La seguí con un seño fruncido que me acompañaba con severidad, segura, sin musitar, seguí su mirada, seguí su rostro pálido y triste, la juzgue fuertemente con la mirada. La culpé, la condené. Toda esa seguridad que iba naciendo dentro de mi se argumentaba sólidamente con el arrepentimiento de ella.

Hubiera podido seguir manteniendo esa fría mirada por mucho tiempo, pero de un momento a otro el tren paró y abrió sus puertas. Ella bajó la mirada, como era de esperarse, como siempre lo hacía. Era ahí cuando delataba esa sonrisa inocente que no era tan inocente y se dejaba mostrar tal cual era. Bajó la mirada, no fue capaz de sostenerla, caminó hacia la entrada, se apretó fuertemente el abrigo, porque el frio se hacia cada vez más intenso. Atravesó la puerta, giró a la derecha, camino un poco, y después de todos estos actos parsimoniosos, lentos y sutiles, decidió pararse al frente de la ventana. Súbitamente se le ocurrió subir la mirada para poderme ver por última vez. Ahí, fue solo en ese momento, que se le derramó una lágrima, sólo hasta este punto supo que era el fin, que el tren no tenía un camino de devuelta, ni tiquete de retorno. Que se acababa de embarcar en una nueva historia, en un nuevo viaje hacia otros países encantados diferentes a los que acababa de vivir. Yo sentí esa lágrima como si fuera mía, sentí que acababa de terminar de contar  nuestra historia viendo como le daba la estocada final. Esa lágrima tenía el peso de las dos y fue eso lo que se encargó de mostrarme su arrepentimiento. Grande, pequeño, sensato, deliberado, pesado, liviano, intencionado, planeado; no se como era, pero al menos pude ver un rastro de dolor en ella, una escaza señal de equivocación.

El tren cerró sus puertas y partió. No hubo una sola palabra mencionada en ese minuto de vida que recordaría para siempre. Hubo, en cambio, mucho ruido tratando de cubrirse en melodía, sin lograrlo por supuesto.

Y yo me quedé ahí, quedé inmune al frio, a esa lágrima, al ruido, al viento, a su sonrisa inocente no tan inocente. Me quedé ahí inmune a todo, y seguiré sentada, con la firme certeza de que algún día pasará un tren que se quiera quedar en aquella estación del tren…

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